En un castillo lejano, la familia real tomaba el desayuno en el salón
principal. Había motivos para celebrar: la fiesta de presentación de las niñas
se llevaría a cabo ese mismo atardecer.
Ana apenas probó alimento, embargada por una angustia que se rehusó a
compartir con alguien. Sus escasos nueve años no le permitían ponderar la
gravedad del asunto pendiente. Después de revolver los alimentos una y otra
vez con el tenedor, su madre, la reina, al darse cuenta, resolvió preguntar.
- Ana, estás distraída. ¿Vas a comer algo, acaso?
La princesita se encogió de hombros, negó con la cabeza y clavó la mirada en
la mesa.
- Anita - insistió -, si no tomas un bocado, vamos a levantar los platos y no
habrá más hasta la hora de la ceremonia. ¿Así lo quieres?
Después de un par de minutos sin respuesta audible, la reina dio la señal y la
familia completa abandonó la reunión. Ana, callada aún, caminó directamente a
su habitación sin mirar atrás, perseguida por los recordatorios de su madre
para que estuviera lista a tiempo.
La recámara era grande y espaciosa, muchos de los objetos estaban fuera de su
lugar original. La pequeña notó que los vestidos se asomaban amontonados por
una de las puertas mal cerradas del gran ropero y se acercó a revisarlos una
vez más. Lo había hecho toda la mañana, tocando botón por botón, analizando
cada detalle minuciosamente. Decepcionada, regresó a sentarse a la cama y,
tomando el único vestido que estaba fuera, se echó a llorar.
“No podré reparar este desastre a tiempo”, pensó, mientras levantaba el
vestido elegido y apretaba sus deditos contra el espacio vacío en la hilera de
puntadas bordadas que estaba detrás del remedo de corsé de seda. Su tacto
resbalaba ante la fina seda de la pieza que la enamoró desde la primera vez
que la tuvo enfrente. “Esto es un caos y todos van a notar que lo rompí, nadie
me querrá después de que lo vean”, era el pensamiento constante.
Amargas lágrimas recorrieron su rostro infantil. Sus largas pestañas le
inundaban la mirada y el dolor no tardó en llegar a oídos de su hermana, que
estaba en la habitación contigua. Al escuchar sus pasos, Ana trató de guardar
la compostura frotándose los ojos para disimular el llanto. La pequeña Elena,
tres años mayor, cruzó el marco de la puerta que estaba entreabierta.
- ¿Qué pasa?- preguntó.
- Nada - fue la respuesta desesperada de Ana.
El intento de apartar el vestido puso en evidencia a Ana, quien cruzaba los
dedos nerviosa sobre el bordado maltrecho. Elena alcanzó a comprender que algo
ocurría y se abalanzó sobre la cama para ser partícipe.
- ¿Qué le pasó?
Aterrada, Ana trató de llevarlo a su espalda. Sin éxito, Elena alcanzó a
tomarlo con firmeza y ante la incertidumbre de hacerle daño, Ana soltó el
vestido.
Elena lo miró atenta, tratando de descubrir qué era lo que tenía desconsolada
a su hermana. Los ojos bien abiertos y que no filtraban el miedo fueron una
buena guía para acercarse y localizar el desperfecto.
- Ay, no. ¿Cómo lo rompiste? - preguntó finalmente.
- No fue mi intención, me lo estaba probando esta mañana - respondió Ana con
incertidumbre.
- Bueno, como sea está descosido. ¿Qué vas a hacer?
Ana tenía presentes los peores escenarios que trastornaban su mente. Recordó
el día en que la abuela llevó el vestido a casa, presentando con bombo y
platillo, destacando cada una de sus exuberantes y lujosas cualidades,
dejándoles saber la exclusividad de la cual eran testigos. ¡Era el mejor
vestido que pudiera existir para la presentación de una niña! La princesita
estaba ahora segura que sin el bordado completo, nada valía la pena: la
desgracia perseguiría a su familia y serían el hazmerreír de todos los
condados cercanos. Un vestido roto para una princesa impresentable.
Elena se percató de la frustración de su hermana y sintiéndose conmovida por
su expresión, le tomó la mano con empatía.
- Podemos arreglarlo, ¿sabes?-, dijo.
- Esto no tiene arreglo ya. No hay modo de hacerlo.
- Necesitamos hebras de oro como las que tiene el resto de la pieza. ¿Dónde
las conseguimos?
- ¿Estás loca? No hay forma de conseguir hilo parecido, lo hicieron muy lejos
de aquí.
- Entonces úsalo así como está-, respondió Elena.
El llanto de Ana aumentaba con su desesperanza y la inexperiencia de Elena no
le permitía saber cómo ayudar, así que decidió regresar a su habitación.
- Me dices si quieres que le pongamos algo encima para que no se vea.
Ana se quedó sentada en la cama con el corazón roto. Entre sollozos, tomó
entre las manos la pieza de tela deshilachada y fijó la mirada lastimosa. Las
hebras de oro importadas estaban hechas jirones y empezaban a formar una
especie de nube de algodón dorado. Contuvo la respiración por algunos momentos
y decidió contemplar el vestido entero frente al espejo, colocado encima de su
propio vestido de diario.
- Es una herida. Este vestido está herido- pensó - ... y si está herido, tiene
que sanar. Tengo que curarlo.
Evocó el recuerdo de su abuela, de su presencia impoluta y su andar arrogante.
La espalda siempre recta, las manos entrelazadas, siempre guardando un
secreto. Los años en silencio, dirigiendo desde un lugar que se regía por usos
y costumbres añejas que ella misma no entendía. La abuela, que ahora dedicaba
la vida a dejar pasar a través de su mirada lo que nunca fue, lo que estuvo a
su alcance pero tuvo que vivir a través de los demás. Poco sonriente y de
paciencia efímera pues la había agotado hace mucho.
Trató de imaginar cómo habría sido su propia madre al lado de la abuela. Si
alguna vez tuvo que ocultar infamias tales como un vestido de lujo roto en un
descuido, si habría recibido el más estricto de los castigos y de qué manera
pudo sobrevivir. La reina, después de todo, era una mujer de noble corazón y
valentía reactiva, que podía intervenir y accionar pero que, después de todo,
también vivía a la sombra de un silencio inexplicable.
¿Habría sido la abuela igual de soberbia con la reina? ¿En su propio reinado
había lugar para los errores? Ana contuvo el aliento y acomodó el vestido
nuevamente sobre la cama, para después sentarse frente al tocador y cepillar
los negros rizos, en un pequeño e instintivo intento por apaciguar su alma.
No notó de inmediato que una de las niñeras, Clara, la observaba desde la
puerta y el sobresalto fue inmenso cuando su presencia fue inevitable.
- ¿Le ayudo a cambiarse?-, preguntó Clara.
- No, es que yo...
- ¿Qué tiene su vestido?
- Un error que tendré que pagar.
- ¿Me lo enseña?-
Antes de que la princesita pudiera pronunciar palabra, Clara levantó la prenda
con gran dulzura, ubicando las hebras rebeldes de inmediato y después de un
gran suspiro, volvió a dirigirse a Ana.
- No es el fin del mundo, señorita Ana.
- ¡Está destruido! Todos lo van a notar.
- No se ve mucho. ¿Quiere que llame a su madre para que lo solucionemos
juntas?
- ¡No! Se va a decepcionar de mí. Los hilos son irremplazables y este descuido
no lo va a perdonar.
- Señorita Ana, no es tan grave como usted cree.
Clara salió de la habitación sin decir más, dejando atrás a Ana, quien se
retorcía de miedo, tratando de buscar alguna escapatoria o el escondite que
pudiera salvarla de tremendo regaño, el peor de su vida.
Las lágrimas inundaron su rostro una vez más y su respiración fue entre
cortándose a pasos agigantados. Era el final, no había manera de salir de
esto.
Después de algunos minutos de intenso ajetreo emocional, escuchó los pasos de
su madre, enfundados en aquellos zapatos de tacón modesto en rojo bermellón
que la princesita tantas veces calzó, deseando llenar en algún momento de su
vida. Los pasos se detuvieron frente a la puerta y Ana contuvo la respiración
lo más que pudo.
- ¿Hija?
- Mamá, por favor, no te enojes.
La reina entró y llenó la habitación con un halo triste de luz. Su mirada
inquisitiva empezó a buscar el vestido dañado del que ya le había hablado
Clara y fue ella misma quien se acercó, dubitativa, para mostrarlo.
- No fue mi intención -, dijo Ana y estalló de nuevo en llanto.
Pese a lo esperado, la reina tomó un lugar en el filo de la cama y examinó con
cuidado las hebras que parecían crecer y expandirse sin ton ni son a estas
alturas. Trató de peinarlas y repasó la situación con cuidado.
- Se atoró con tu broche, ¿cierto?- preguntó la reina.
Asombrada, Ana asintió. No entendía cómo podría saber si no había estado
presente.
El rostro de la reina ocupó una ligera sonrisa.
- Tu abuela me regaló un vestido francés cuando era pequeña y también lo
arruiné con mi broche.
- ¿Ya no hay solución?- inquirió la princesita.
- Por supuesto que la hay. Vamos a arreglarlo con las hebras que aún están
completas. Las que se rompieron se van a cortar y sobre el espacio en blanco
aún tenemos mucho qué bordar.
- Madre, pero, mi abuela...
- Sí, lo sé. Lo hecho, hecho está. Y tenemos que solucionarlo con lo que hay
en el presente. No te atormentes. Trataremos de que se note lo menos posible y
si es que se da cuenta, de cualquier modo, yo voy a estar aquí contigo. Tal
vez nunca sepamos si tu abuela fue reprendida por una hebra alborotada cuando
tenía tu edad.
La sensación de las lágrimas de Ana cambió y la calma encontró un espacio en
su respiración. La reina se acercó, sacó un pañuelo de seda del bolsillo y con
sumo cuidado empezó a secar la carita de su hija.
- Las hebras rotas nos unen, hija, y no voy a permitir que contaminen tu
corazón como lo hicieron con el mío. Quiero que entiendas que no son los hilos
de oro, no importa el material, no tiene relevancia el vestido mismo. Podemos
sanarlo juntas.
Clara, siempre lista para todo, se apresuró a buscar los materiales que
tomarían su atención el resto de la mañana y se alejó esbozando una sonrisa.
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